El desahucio
2010 © José Borges
El café que preparaba Antonio estaba listo; se olía por todo el apartamento, pero Santurtzi no parecía darse cuenta. Estaba sentado a la mesa del pequeño comedor y miraba al vacío. Antonio estaba seguro de que tampoco se había dado cuenta de su presencia. En sus primeros días de trabajo, le había asustado el estado de su patrono, pero ya estaba acostumbrado. La rutina era idéntica todos los días: Antonio llegaba cerca de la una de la tarde y comenzaba a preparar café. Al poco rato, Santurtzi salía de su habitación sólo con sus pantalones puestos y se sentaba en silencio a la mesa del comedor.
No era hasta que Antonio le colocaba la taza de café al frente que Santurtzi emitía alguna palabra.
―¿Café? ―dijo Santurtzi, con una voz débil y casi inaudible.
―Sí, jefe: café ―respondió Antonio.
―¿Jefe?
Antonio ignoraba lo que le decía su patrono hasta que tomara el primer sorbo de la bebida.
―Vamos, toma ―dijo Antonio.
―¿Toma? ―dijo Santurtzi, mientras acercaba la taza a los labios. Antonio suponía que lo hacía por instinto, sin comprender sus acciones.
Tan pronto tomó el primer sorbo, Santurtzi cambió por completo. Se levantó de la silla de repente y dijo en voz alta y de manera confiada:
―¡Ah! ¡Un día nuevo! A ver qué nos depara. Guaynabo, ¿pagaste las cuentas? ¿Recogiste la correspondencia? ¿Harás más café?
―Sí, sí y supongo que sí.
―Bien. Bien. Bien ―dijo Santurtzi. Comenzó a buscar algo en el cuarto, aún con la taza en la mano.
―Llegó una carta…
―Pues, ya sabes pagar la cuenta ―interrumpió Santurtzi―. Debe de haber una por aquí ―murmuró mientras continuaba su búsqueda―.
―No es una factura. Está escrita a puño y letra, dirigida a Mateo de Cangrejos. No tiene dirección.
―Ésta no huele mal ―murmuró Santurtzi mientras acercaba la nariz a una camisa que encontró en una silla llena de ropa, libros y periódicos―. Mateo, ¿eh? Pocos me conocen por ese nombre hoy día. A ver…
Antonio le entregó la carta.
―Ah, claro ―continuó Santurtzi―. Doña Edora… Debe de tener casi cien años ya.
Santurtzi dobló la carta y la colocó con mucho cuidado en la mesa.
―Tenemos que ir a casa de doña Edora, Guaynabo. Ayúdame a encontrar mis zapatos. Preferiblemente, que sean del mismo par.
Como siempre hacía al salir del apartamento, Santurtzi hizo un gesto con la mano derecha en dirección a la puerta, que nunca cerraba con candado. Antonio ya estaba acostumbrado a la protección que su patrono decía “crearle” a su hogar, aunque dudaba de cuán eficaz era. La verdad era que en las semanas que llevaba trabajando con él, nadie había entrado en la casa sin autorización del dueño.
―¿A dónde vamos? ―preguntó Antonio.
―Ya te dije: a la casa de doña Edora. No perdamos tiempo con preguntas tontas, Guaynabo.
―Me refería a cuán lejos es.
―Tres cuadras. ¿Por qué preguntas?
―Es que ―Antonio pausó un momento―. Es que siempre caminamos a todos los lugares, por más lejos que estén. Y con el calor que hace, siempre termino empapado de sudor.
―Esta generación está perdida ―dijo Santurtzi mirando al cielo. Luego se dirigió a Antonio nuevamente―. Presumo que preferirías ir en automóvil, ¿no? Cangrejos está… bueno, estaba… construido para caminar. Hay que experimentar la ciudad. Desde un auto, no se puede.
―Podríamos utilizar un autobús de vez en cuando…
―Bah. Deja de quejarte ya. El café de doña Edora será tu recompensa.
―Ah. Qué bien. Siempre quise derretirme de calor. Un café de seguro lo logrará después de esta caminata.
Les tomó quince minutos completar el trayecto. Tal y como Antonio había predicho, su camisa estaba bañada en sudor y se le pegaba a la espalda. Aún le faltaban los últimos veinte metros, los más empinados del trayecto. Se sintió sin aliento al llegar.
Era una casa blanca de concreto, pequeña con un balcón minúsculo, donde solamente cabía una silla. En cada ventana y en el balcón había rejas negras para evitar la entrada de algún intruso. Al lado de la propiedad se construía un edificio de al menos veinte pisos. Antonio se preguntaba cómo la señora podía permanecer dentro de su hogar con tanto ruido cerca. Además, el polvo que emanaba del local se regaba por todo el vecindario. Santurtzi se sacudía la guayabera blanca que tenía puesta. Se notaba disgustado.
―Maldito “progreso” ―dijo―. Todo para vender un espacio en el cielo, sin terreno. Es vergonzoso. ¿Qué te pasa?
―No acostumbro caminar tanto bajo el sol. Además, esta calle es muy empinada ―dijo Antonio, inclinado hacia el frente con las manos en las rodillas.
―Tu generación es demasiado cómoda, Guaynabo. Te apuesto a que doña Edora sube y baja esta cuesta varias veces durante el día y jamás se queja ―respondió Santurtzi. Luego, gritó hacia la puerta de la casa―: ¡Doña Edora, espero que haya preparado café para su visita!
―¿Mateo? ―se escuchó la voz de una anciana dentro de la casa. Momentos después, había abierto la puerta y se asomaba al balcón. Era una anciana con la espalda encorvada y de tez negra. Las arrugas en su rostro se escondían detrás de sus ojos verdes, los cuales le parecían a Antonio como los de una mujer joven―. ¿Te mataría visitar a una pobre anciana de vez en cuando?
―He estado muy ocupado, Edora ―respondió Santurtzi mientras la anciana abría el portón del balcón y luego el de la entrada desde la calle.
―¿Por cinco años? Pensaría que podías sacar al menos una tarde en todo ese tiempo. Ven y dame un abrazo.
Santurtzi abrazó a Edora y la besó en la frente.
―¿Y este muchacho? ―preguntó Edora apuntando a Antonio.
―Mi nuevo asistente.
―¿Tiene nombre?
―Sí, señora: Antonio. Un placer ―dijo Antonio.
―Ay, es mucho más educado que la ninfita aquella. ¿Cómo se llamaba?
―Mejor no hablemos de ella ―dijo Santurtzi.
―Qué decepción, ¿no?
―Edora…
―Está bien, está bien. No la mencionaré más. Pasen, por favor. Creo que me queda suficiente café. Con este calor, no he podido salir a comprar en los últimos días.
―Sube y baja varias veces, ¿eh? ―murmuró Antonio mientras entraban en la casa.
―Es ochenta años más vieja que tú, Guaynabo.
―Seré vieja ―interrumpió Edora―, pero aún escucho muy bien. Mira a ver si no quieres un bastonazo para que veas qué otras facultades me quedan.
Fin de fragmento
Te quedan 8 páginas por leer. El resto del cuento vale menos que una botella de agua en la mayoría de los lugares del mundo.
Para comprar la versión PDF, que puedes leer con Acrobat Reader, de «El desahucio» por 99 centavos haga clic en el botón que lee «Add to cart»:
Si prefieres terminar el cuento en tu iPhone, Kindle, Blackberry o teléfono Andriod, pulse aquí:
A pesar de que es un segundo cuento con el personaje de Santurtzi, el mago de Santurce, es una historia independiente del primero.
Espero que lo disfruten.
2 comentarios
Felicitaciones….. Mucha suerte y éxito…..
Excelente