2010 © José Borges
Tenía 17 años la primera vez que fue a París y, desde ese momento, se enamoró de la ciudad. Al regresar a su casa dos semanas después, buscó cómo emular la vida parisina. No le fue fácil.
Encontró que no había repostería en su pueblo que vendiera croissants para un desayuno verdaderamente francés. Ni hablar de un miserable baguette. En el supermercado vendían una masa enlatada que se horneaba y aparentaba ser un croissant, pero el sabor no se comparaba con la delicia auténtica, por más jalea que le untara.
De todas formas, intentó comérselos por una semana. Luego, aprendió a confeccionarlos. Nunca dio con la receta original, pero los suyos sabían mucho mejor que los de la masa enlatada.
Sus problemas incrementaron cuando quiso tomarse un café en un establecimiento francés. No había tal cosa en su pueblo. Intentó convencer al dueño de la panadería de que colocara unas mesas en la acera, con las sillas mirando hacia la calle. El panadero lo miró como si fuera un escapado del manicomio.
―¿Y si llueve? ―dijo Pepe, el panadero.
―¡Merde! No pensé en eso. Tendrás que conseguir una sombrilla.
Pepe no dijo nada más, seguro de que el comensal bromeaba. Al otro día, le preguntó si había ordenado la sombrilla.
―Si llamas a Cinzano, tal vez te la regalen. Las sombrillas con ese emblema están por todas partes.
―¿Cinzano?
―Oui, oui.
Pepe se preguntaba si debería llamar a la Policía. Decidió que, aunque loco, el muchacho no era peligroso.
―En lo que consigues la sombrilla, ¿puedes colocar la mesa afuera? No hay nubes hoy.
Pepe miró a su alrededor. No había nadie en la panadería y el muchacho estaba dispuesto a pagar por el café. La situación no ameritaba ahuyentar a un cliente, aunque tocado de la mente. Suspiró y sacó la mesa a la acera, con la silla mirando hacia la calle.
―Merci beaucoup, monsieur. Un café au lait, s’il vous plait.
―¿Qué?
―Un café con leche, por favor.
―Ah. De haberlo dicho antes…
Pasó el resto de la mañana tomando café bajo el sol. Sudó encima de la mesa, del café y de la tostada con mantequilla que pidió para conformarse ante la ausencia del croissant. A eso de las once de la mañana decidió regresar a su casa; ya no podía ver bien debido a la resolana en sus ojos. El muchacho había comprado diez dolares en café y tostadas, ocho dólares más que el cliente promedio. Pepe pensó que sería lo último que vería de él.
Se sorprendió el día después cuando llegó el muchacho, esta vez por la tarde. Nuevamente, le pidió sacar una mesa a la acera y le pidió café en francés.
―¿Te respondieron los de Cinzano?
―Eh, no. Era muy tarde allá, por el cambio de hora y eso.
―Ah. Oui, oui. Vous tendrá que llamar en la mañana. ¿Qué hay de dejeneur?
―¿De qué?
―Almuerzo. ¿Tienes algún especial?
―¿Sándwich?
―¡Oui! Jambon et fromage, s’il vous plait.
―Mira, no sé francés, ¿entiendes? O me lo pides en castellano o te quedas sin un carajo.
―Jamón y queso, garçon.
Pepe decidió ignorar lo de “garsón” y le trajo el sándwich con el café.
―¿Sabes? Deberías decirle a tu proveedor de café que te supla las tazas con el emblema de la compañía. Así lo hacen en París.
―No estamos en París.
El muchacho lo miró con tanta tristeza, que Pepe jamás mencionó ese detalle otra vez. No era buen negocio incomodar a su mejor cliente. Pasaron las semanas y el muchacho volvía todos los días a la misma hora. Tomaba su café mientras leía algún libro francés y veía a la gente pasar. Como era un pueblo pequeño, leía más de lo que observaba a la gente.
Un mes después de la primera visita, Pepe sorprendió al muchacho con una sombrilla roja con el emblema de Cinzano en letras blancas y fondo azul marino. El muchacho lloró de la emoción y besó a Pepe en cada mejilla, mientras gritaba “¡Mon amie, mon amie!”. A Pepe le había dado trabajo conseguir la dichosa sombrilla; la compañía no se la regaló y se vio forzado a comprarla. La consiguió por ebay en cien dólares, pero el muchacho había gastado más de quinientos en cafés y sándwiches.
Esa tarde, el muchacho se sintió casi como si estuviera en su amado París. Al día siguiente, le trajo a Pepe una receta para croissants que había encontrado por Internet. Le tomó trabajo al panadero, pero luego de una semana lo había logrado; complació al muchacho con un croissant perfectamente fresco e igual de los que había comido en la llamada Ciudad Luz, ya casi un año atrás.
Pasaron las semanas y los demás compueblanos notaron al muchacho sentado bajo la sombrilla de la panadería. Al principio se rieron y se burlaron de él. Lo llamaban Perrier y le gritaban “uí, uí” o “mercí” donde quiera que lo veían. El muchacho los ignoraba y hasta le gustaba que le llamaran Perrier. Sabía que se burlaban de él, pero no le importaba: se sentía casi en su ciudad favorita del mundo.
―¿Sabes qué hace falta? ―dijo Perrier un día. Había pasado la tarde completa a la mesa en la acera.
―¿Un buen aguacero? Mira que hace calor hoy ―dijo Pepe.
―¡Non, non! Hace falta música.
―Puedo encender el radio, si quieres.
―¿Hay una estación francesa?
―Presumo que no.
―No prendas el radio.
Cuando regresó a la panadería el día siguiente, trajo un iPod con unas bocinas pequeñas y tocó todos los éxitos de Edith Piaf. “La vie en rose”, en particular, era la que más escuchaba. Pepe no entendía qué se cantaba, pero luego de dos días tatareaba una que otra estrofa de la canción.
Un día, don Orozco Santiesteban decidió acompañar al muchacho. Le compró un café y se sentó a su lado a platicar. Los temas eran variados: el clima, la figura de mademoiselle Carla, la falta de fuentes en la plaza y el terrible estado intelectual de la mayoría de los ciudadanos.
Al día siguiente, don Orozco vino con su esposa y le pidió a Pepe una mesa adicional; prefería respetar la privacidad de Perrier. El panadero accedió con la advertencia de que tendría que compartir la sombrilla con el muchacho.
A la semana, la panadería gozaba de diez a quince clientes diarios que querían emular al joven Perrier. Pepe se vio forzado a comprar más sillas, mesas y sombrillas. Después del horno y la cafetera, fueron sus mejores inversiones. La panadería jamás había visto tales ingresos.
Perrier estaba complacido. Había logrado emular un café en París en su pueblo natal. Sin embargo, faltaba algo y no sabía qué. “Je ne se quoi”, pensaba Perrier.
Se dio cuenta de lo que era una tarde en la que Pepe le preguntaba amablemente si quería otro café. No supo cómo no lo había notado antes.
―Pepe, no puedes tratarme tan bien.
―¿Estás loco? Gracias a ti, la panadería ve sus mejores días. Te trataré como a un rey.
―Non, non, non. Vous me debe tratar indiferentemente. Así son los garçones en París. Me debes ignorar, y solo acudir a la mesa luego de habértelo pedido al menos tres veces. Si esperas más, mejor. Debes darme malas recomendaciones también y enojarte cuando no pida lo que me digas. Es más, no importa qué te pida, actúa enojado.
―¿Estás seguro? ―Pepe ya estaba más que acostumbrado a los pedidos excéntricos de Perrier. Si quería que lo tratara mal, así lo haría.
―Oui.
Y así fue. El panadero procuraba atender al muchacho último y fingía enojo con él. No lo hacía con los demás, pero Perrier sabía que el resto del pueblo no estaba listo para la experiencia parisina. Al menos, no de lleno; tal vez con el tiempo. El muchacho también notaba que Pepe fingía y mal. Era obvio que su indiferencia no era sincera, pero lo aceptó. Nada podía ser perfecto.
La panadería de Pepe fue solo un comienzo. Perrier comenzó un movimiento para rotular las calles en el pueblo, pero en vez de calle Luis Muñoz Marín o avenida Piñero, sugirió que fuera Rue Muñoz Marín y Boulevard Piñero. La asamblea municipal rechazó su idea al igual que se opuso a una moción para construir una torre de hierro y un arco gigante de concreto. Intentó convencer a varios artistas locales de que pintaran sus obras cerca de la iglesia, pero no accedieron. Creó una fundación para convertir la alcaldía en un museo, pero fue su único miembro y jamás recaudó un centavo.
Poco a poco se daba cuenta de que jamás podría recrear el París de su mente. Tendría que conformarse con el café de Pepe y soñar con que algún día regresaría a la ciudad de sus sueños.
El día de su vigésimo séptimo cumpleaños, luego de una enorme celebración en la panadería con vinos, quesos y baguettes, fue asaltado a punta de cañón por un desconocido.
―Dame los chavos o te vuelo la cabeza ―dijo el maleante.
―Están en mi cartera, monsieur. Debería usted aprender a ser más sutil. ¿Por qué no intenta quitarme la cartera sin que me dé cuenta?
―¿Qué?
―Sólo sáquela. Así es que roban en París; no usan armas bárbaras ―dijo Perrier y se viró para que se le hiciera más fácil al ladrón quitarle la cartera del bolsillo de atrás.
―Jodido loco ―dijo el asaltante y le propinó un golpe en la cabeza con la culata de la pistola. Le quitó la cartera al inconsciente Perrier y se largó.
Perrier despertó con dolor de cabeza y desilusionado; había demasiada gente que no le importaba seguir el modo de vida parisino. Regresó a la panadería y le contó a Pepe lo que le había ocurrido. El panadero no demoró en llamar a un médico y consolar a su amigo. Hasta lo acompañó a la casa luego de que el galeno le dijera que estaba bien.
Perrier regresó a la panadería el día siguiente, pero ya no era el mismo. Miraba al vacío mientras tomaba sorbos del café y no prestaba atención a nada ni nadie. Ni se molestaba en encender el iPod. Pepe pensó que sería algo pasajero hasta que se olvidara del incidente del ladrón. Sin embargo, después de un mes notó que su humor sólo empeoraba.
Pepe sentía que debía pagarle una deuda al muchacho. Habló con un amigo dueño de una agencia de viajes y le compró unas vacaciones en París, en agradecimiento por todo lo que había hecho por la panadería en los últimos diez años. Perrier no supo qué decir y lloró de la emoción. Apenas durmió la noche antes del viaje.
Al regresar, lo primero que hizo fue ir a un verdadero café parisino y se sentó a una mesa en la acera. Pidió un café y encendió un Galouise. Cuando regresó el mesero con el café y el pequeño vaso de agua, le informó que debería apagar el cigarrillo, ya que fumar en áreas públicas estaba prohibido. El mesero trató de decírselo de la manera más amable posible. Perrier apagó el cigarrillo y pidió un croissant. En poco tiempo tomaba el primer bocado. Por poco lo escupe: era un croissant congelado previamente y sabía peor que los primeros que había confeccionado en su casa. Pidió la cuenta y el mesero la trajo enseguida. Se marchó a otro café convencido de que había escogido el peor lugar en todo París. La experiencia fue semejante; servicio rápido y amable, croissant malo y café mediocre. Paseó las calles de París y vio los restaurantes de comida rápida, la gente con sus iPods y sus iPhones, los comentarios del juego de baloncesto de la NBA en vez de los de la liga de fútbol francesa. En las barras vio cervezas americanas y vinos californianos. No era el París que recordaba; semejante, pero no el mismo. De todas formas, disfrutó su semana en París.
Cuando regresó, fue directo a la panadería de Pepe para darle las gracias.
―Pensé que no regresarías ―dijo Pepe―. Es donde quisieras vivir, ¿no?
―Oui, Pepe. Pero ya ese París solo existe aquí ―Perrier apuntó a su cabeza. Luego hizo un gesto con la mano, como si le mostrara el interior de la panadería a alguien ―, y en esta boulangerie.
Fin
Editado el 2 de agosto de 2013 (errata y modificación al final)
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4 comentarios
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La decepción que se sufre cuando se vive del recuerdo. Excelente cuento.
Autor
¡Gracias, Alba!
Me parece meritorio la iniciativa que tienen algunos autores de compartir sus escritos y más loable el que aquel que pueda contribuir, así lo hago con un pequeño aporte. Lamentablemente, y aunque me gustaría muchísimo, no podré colaborar, debido a que vivo en Venezuela y por razones de nuevas disposiciones legales sobre el control cambiario, el gobierno tiene bloqueado el uso de las TDC para compras via Internet.. Pero quiero agradecer la oportunidad que me has dado en leer tu cuento.. Estaré atenta a seguir tu blog. Saludos Cordiales, Yolanda
Perrier, yo también comenzaría a implantar una moda que me permitiera revivir ciertos recuerdos, algunos también europeos, como los tuyos.