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IV.
—No sólo la mataría a usted —dijo Mercurio—, sino a cualquier enfermo adicional que se le ocurra atender.
No era una amenaza, sino un simple hecho. Valeria no sabía qué hacer. Si Mercurio llevaba a cabo lo que había dicho, los demás pacientes no tendrían ninguna oportunidad de sobrevivir. Al final, decidió no atenderlos. Por lo menos tendrían un chance minúsculo, aunque improbable, de sobrevivir. Era como único podía justificar lo que estaba a punto de hacer.
—Oye, Mercurio —interrumpió el conductor—, se me ocurre algo mejor…
Sin apartar la vista de la doctora, Mercurio alzó una ceja y dijo:
—Por alguna razón, lo dudo.
El conductor tenía una pistola apuntada hacia la cabeza de Mercurio. Sus dos acompañantes sacaron sus armas también. Uno cubría a Grey; el otro, a Mercurio.
—La doctora atiende a toda mi gente, no te pagamos nada y ustedes sobreviven. Ahora, alcen las manos —continuó el conductor.
—¿Puedes creer que este tipo se llama Cervantes? —le comentó, entre dientes, Mercurio a la doctora. Alzó los brazos de manera lenta. Valeria apenas lo escuchó; estaba ocupada con una oración; le pedía a Dios que la socorriera. Entonces, Mercurio dijo en voz alta:
—Cervantes… Vani… —dijo, como si fueran íntimos amigos —no estás tomando la decisión correcta.
—Doctora, atienda a mi gente —dijo Cervantes, ignorando a Mercurio.
—Última oportunidad, Vani…
—Doctora…
Valeria comenzó a caminar hacia el vagón, pero la mirada de Mercurio la detuvo. No sabía qué hacer.
De repente, Mercurio la empujó con fuerza. A la misma vez, se tiró hacía el piso en dirección contraria. Valeria cayó al suelo también y escuchó varios disparos. Se cubrió la cabeza con los brazos y cerró los ojos. No vio a Mercurio desenfundar su pistola y disparar hacia los acompañantes de Cervantes, ni el agujero rojo que apareció en la sien derecha de éste.
Cuando por fin abrió los ojos, vio a Cervantes bocabajo en el piso, muerto. Los acompañantes del conductor estaban sentados en el suelo. Uno de ellos trataba de tapar, con las manos sangrientas, una herida en el estómago. El otro agarraba su brazo derecho, como si se le fuera a caer.
Mercurio, con la pistola aún en la mano, comenzó a levantarse. Tan pronto afirmó con la pierna izquierda, se cayó; estaba herido también.
—Diez años atrás, hubiese salido ileso… —murmuró, mientras trataba de pararse, con más cuidado esta vez.
Grey, con su arma en la mano, vigilaba a los dos heridos. Valeria y él eran los únicos ilesos.
—Coño, Grey, estabas más cerca que cualquiera de nosotros —dijo Mercurio—. ¿Cómo pudiste fallar?
—Nunca disparé, jefe.
— ¡No disparaste! ¿Por qué?
—No tenía balas.
—“¡No tenía balas!” —dijo, como si se dirigiera a un público imaginario —. ¿Pensabas decírmelo?
—Se lo dije, jefe.
—¿Cuándo? —preguntó Mercurio, agitado.
—Dos días atrás.
Mercurio puso un dedo en la nariz; parecía evaluar las palabras de Grey.
—Es cierto —dijo, ahora calmado—. Oye, pero la próxima vez recuérdamelo… o tírale con la pistola… lo que sea. Los balazos duelen, ¿sabes?
—Sí, jefe.
—Y con lo que ganemos de esto, compras balas.
—Sí, jefe.
Valeria escuchaba estupefacta el intercambio. Recordó las discusiones semejantes que había tenido con su secretaria y las enfermeras. Es igual dondequiera, pensó.
—Verifica bien el vagón… no quiero más sorpresas. Yo tengo a estos dos —Mercurio se agachó cerca del que estaba herido en el brazo—. ¿Van a pagar por los enfermos adicionales, o qué?
En silencio, el acompañante del difunto Cervantes sacó otro acreditador y se lo dio a Mercurio. Éste verificó la cantidad, y sonrió.
—Eres mucho más razonable que Vani…—dijo Mercurio—. Doctora, puede atenderlos a todos. A estos dos, también —apuntó a los heridos—. Va por la casa, chicos —añadió con una sonrisa.
Valeria sólo asintió con la cabeza y comenzó a trabajar.
2 comentarios
José, por favor envíame el testo a mi email, aquí se mezcla con la promociones.
Bueno no concluye aquí. Tendré que leerme todas las partes juntas para hacer la idea completa. Intriga, pero aún estoy en duda de lo que va a ocurrir.