Cuento: Realidad

Este cuento fue escrito el año pasado, para más o menos esta fecha. Fue el ejercicio final de la clase de Taller I con Luis López Nieves. Recuerdo que había escrito siete páginas el día antes de la fecha de entrega y cambié el cuento después. El día en que me tocaba entregar, me dio con cambiar la voz narrativa de tercera persona a primera persona. Al final encontrarán otros datos acerca del cuento… así no daño ninguna sorpresa… Por cierto, este fue el que leí en Café Berlín el viernes 18 de noviembre.

Realidad

No sé qué ocurre. Siento algo caliente en mi mano y un sabor a cobre en la boca, pero me pierdo en los ojos de Cristal, como siempre. He jurado protegerla desde la primera vez que la vi.

Está asustada. Nunca la he visto así. Preocupado, comienzo a temblar. ¿Cuál será la causa de su temor? Miro al piso, detrás de mí. En un charco de sangre, veo un hombre bocabajo, sufriendo convulsiones. La garganta parece un tubo roto, derramando líquido rojo por todo el piso. Es un hombre delgado, vestido a la moda. Parece un actor o cantante.

Oigo el llanto de Cristal y me pongo más nervioso. No puedo verla así. El maquillaje le corre. Parece un payaso triste.

Las convulsiones del hombre disminuyen hasta parar. Creo que está muerto. Trato de evitar estar parado en el charco de sangre, pero es demasiado tarde. Hasta el ruedo de mi mahón está entripado.

Agarro a Cristal por el brazo para huir de allí. Pinto de rojo su piel blanca. Es un contraste bonito, a pesar de todo. Me doy cuenta del calor que siento en la mano: es sangre. Me rebusco de arriba abajo esperando encontrarme una herida grave. Nada. La sangre no es mía.

Halo su cuerpo hacía mí y corremos a la puerta. Ella no toca el piso; la cargo hasta la calle.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de dónde estábamos. Es la barra del vecindario donde Cristal trabaja de mesera. No sé cómo no la reconocí. No hay tiempo para pensar en eso. Ésta sigue gritando y la gente nos mira.

No sé dónde ir. Los nervios, supongo, no me dejan pensar. Sus gritos impiden mi concentración. Me doy en la cabeza con el puño libre para despejarla.

Cristal por fin se calla, pero ahora parece tener más miedo. No sé por qué; estoy aquí para socorrerla. Corre detrás de mí, arrastrada por mi mano sangrienta. Nos dirigimos a la estación del tren, a tres cuadras de aquí.

No he planificado nada excepto escapar antes que lleguen los guardias. En camino trato de recordar qué pasó. Es como un sueño. Tengo dos o tres imágenes sin detalles pero no las puedo poner en secuencia.

Veo a Cristal besarme y alguien agarrarla, pero no puedo ver quién ni cómo. También recuerdo mi ojo temblar, pero no cuándo. Quiero estar equivocado. El ojo me tiembla cuando estoy lleno de rabia. No pienso lo que hago hasta calmarme.

Llegamos a la estación sin percance, pero agotados. A ella sólo se le nota terror en el rostro. El escote me permite verle los senos palpitar. La piel es suave y blanca. Quiero plantar mi boca allí, besarla por horas. Reprimo el deseo. Hay cosas urgentes para atender.

En lo que llega el tren, trato de calmarla. Le digo que está a salvo, que aquel hombre no le puede hacer más daño. No sé qué le había hecho, pero eso no importa. Sólo respira más ligero…

Le ofrezco un cigarrillo, pero no muestra interés por fumar. La pobre está demasiado alterada. Enciendo uno para mí. Aspiro el humo y lo siento bajar por la tráquea. Saboreo el tabaco. Sabe extraño: humo mezclado con cobre. Me doy cuenta por qué al sacudir la ceniza. El filtro está lleno de sangre. ¿De mi boca? No me duele nada. No puedo imaginar cómo me cayó tanta sangre ahí.

Busco una fuente de agua para enjuagarme. A mitad de buche noto a Cristal tratando de irse sin yo darme cuenta.

-No te vayas –digo-. Estás a salvo conmigo. No voy a dejar que nada te pase, amor.

Queda paralizada al oírme. Me da pena su desorientación. Tiene que estar en un estado de pánico. No la culpo.

Le digo que se acerque a la fuente para poder limpiarle la sangre que ya se le coagula en el brazo. Se acerca despacio, con miedo. Parece una gatita llena de desconfianza. Insisto.

Al fin se acerca, pero tiembla mientras le limpio el brazo. Me encanta tocarla, pasarle la mano. Es tan suave…

Comienza a sollozar. No sé cómo tranquilizarla.

-Vamos… -digo-. Tranquila… Ya pasó –me acerco para darle un beso en la mejilla. Emite un gemido. Está petrificada.

-Por favor… no me mates… -un suplicio absurdo.

Me hace reír la súplica. ¡Qué ironía! Estoy aquí para protegerla.

-Te amo, Cristal. No tienes nada que temer…

-Pero, ¡Mataste a Franco! –más lágrimas. Le da un ataque de nervios. Apenas parece poder respirar. Me preocupa su estado emocional.

La abrazo. Quiero consolarla, pero tiembla aun más entre mis brazos. ¿Qué más hago?

-¿Qué te hizo ese hombre? No recuerdo… Me confundo a veces, ¿sabes? -se me ocurre otra pregunta-. ¿Cómo conoces su nombre?

Se aparta de mí. Su carácter cambia. Parece enojada. Me siento incómodo. Quiero que el tren llegue ya. En la distancia oigo las sirenas de la policía.

-¡Estás loco! –se vira para irse, pero la detengo, agarrándola por el brazo.

-¿Por qué dices eso? –me hace sentir mal. No entiendo por qué diría algo así. ¡Qué malagradecida!

-¡Suéltame! –Trata de zafarse, sin efecto-. ¡Mataste al pobre Franco! ¡Cabrón!

Estoy confundido. ¿Pobre Franco? Imágenes vuelan por mi cabeza. Recuerdo el beso… y no es mío. Veo a Franco pegado a la boca de Cristal, la mano cerca de las nalgas.

-Besaste al hombre… -estoy gago. El ojo derecho me empieza a temblar. Las sirenas se oyen más cerca y el tren no llega. Quiero huir.

-Era mi novio… ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué? –cae de rodillas al piso, gimiendo.

No me ama. No comprende mi amor. La vista se me nubla, como si se me llenara de lágrimas, pero no son ganas de llorar. El ojo me tiembla más. Las sirenas están bien cerca. El tren no llega y el mundo se ve color rojo, como la sangre que hierve en mi cabeza.

No sé qué día es. Estoy en una cárcel. Me dicen que pronto me ejecutarán. Me quedan horas. Un cura me pregunta si me arrepiento de lo que he hecho, que Dios me perdona.

-¿Arrepentirme de qué? –estoy bien confundido por todo-. ¿Qué hice?

El cura sólo baja la cabeza. Él parece estar arrepentido, pero no sé por qué.

Un guardia me pregunta si en verdad no recuerdo lo que hice. Le contesto que no. Me mira incrédulo y me da un álbum lleno de recortes de periódico enviado por alguien. No sé quién.

No puedo creer lo que leo. Son noticias de lo que pasó con Cristal pero, ¡llenas de errores! Franco novio de Cristal, yo un desconocido que la había perseguido por meses. Y que había desgarrado la garganta a Franco con los dientes en una furia de celos. ¡Mentiras!

Lo más absurdo: ¡Le había partido el cuello a Cristal antes que la policía me atrapara! ¡Es una conspiración! ¡Jamás le haría daño a Cristal!

La lectura me afecta. Empiezo a ver la celda borrosa y el ojo derecho me tiembla otra vez. Estoy viendo rojo cuando llega el guardia. Oigo un pequeño escape de aire y siento algo como una aguja en el pecho. Me mareo y caigo al piso. Siento mi cabeza rebotar contra la loza, pero no me duele. Lo último que oigo es un guardia:

-¿Disparo otro dardo?

Ahora estoy amarrado a una camilla. Es un cuarto pintado de verde con una ventana de cristal que enseña una multitud de personas sentadas, observándome. Hay algunos muy serios, otros llorando. Veo una mujer que se parece a Cristal, pero más vieja. No para de llorar. Un reloj encima de ellos marca la hora: falta un minuto para las doce. No puedo descifrar si es mediodía o medianoche.

Siento una picada en el brazo derecho. Miro y veo una aguja enterrada en la vena con un tubo que corre desde mi brazo hasta la pared, donde desaparece a otro cuarto.

Oigo a un guardia hablar, pero hasta ahora no había escuchado lo que dice:
-…y que Dios tenga misericordia de tu alma –dice y cabecea, dando una señal.
Veo un líquido transparente llegar por el tubo a mi brazo y siento una corriente por las venas. Empiezo a ver nublado otra vez, pero el ojo no me tiembla. Me duele el pecho y de repente estoy ciego. No tengo miedo. Creo que pronto volveré a ver a Cristal.

FIN


La idea de este cuento surge a través de dos canciones: «25 minutes» de Johnny Cash y «Dead Man» de Pearl Jam. Quería escribir algo con alguien condenado a muerte y su arrepentimiento. Esa historia duró 7 páginas, hasta que me dio con que se parecía demasiado a «The Green Mile». Se me ocurrió escribir lo que han leído. Después pensé que sería mejor tratar de engañar a los lectores y cambié todo a primera persona. Al final, se supone que el lector sepa que el narrador está mal de la cabeza. Espero que lo hayan disfrutado.

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