Cuento: Contraoferta

Contraoferta

José Borges © 2010

―Por cien, le pegamos un tiro en la cabeza y ya ―dijo el corredor, sentado a su escritorio. Era de baja estatura, por lo que se aseguraba siempre de negociar sentado, para estar en un plano igual con los clientes. Tenía un gabán gris, manchado con grasas y salsas de comidas antiguas en diferentes lugares. Frente a él había una libreta de contable. Cada línea tenía un nombre, una descripción de servicio y una cifra. El hombre tenía el lápiz sobre lo que podría ser la próxima entrada, ansioso por escribir otra vez.

Como en cualquier otro mercado, había ruido, pero aquí era suprimido por la naturaleza del negocio. Era como un bullicio de rezos en una iglesia. Todos los negocios se hacían en voz baja. Era difícil atrapar clientes en el mercado. En el salón había otros treinta corredores más y, aunque había bastante demanda por los servicios ofrecidos, existía un superávit de suplidores.

―Sé de gente que sobrevive a ese tipo de ataque ―dijo el hombre frente al escritorio. Estaba parado, ya que estaba acostumbrado a este tipo de negociación y rehusaba brindarle ventaja alguna al corredor. También lucía un gabán, pero éste era impecable y de material fino―. ¿Cuánto me cuesta para que se aseguren de que esté muerto?

―Quinientos adicionales ―dijo el corredor. Su posible cliente abrió los ojos y el hombrecillo añadió― Es un riesgo adicional para el operador, ya que tiene que permanecer más tiempo en el área.

―Doscientos adicionales. Sólo le pido que vacíe dos balas más en el cerebro de Rivera. De seguro alguien aceptaría mi oferta ―dijo en voz alta.

Hubo silencio en el salón. A todos les interesaba la negociación, de repente.

―¡Señor González, por favor! Debe ser discreto…

―No me diga cómo debo comportarme ―interrumpió González, aún en voz alta―. Me es insoportable que me hagan perder el tiempo. Si usted no va a negociar, estoy seguro de que alguien aquí lo hará.

El corredor colocó el lápiz al lado de la libreta: no sería cuestión de tomar una orden y ya.

―Como usted diga, señor González. Negociemos, pero bajito ¿eh? Es por el bien de todos ―el corredor tomó el lápiz en la mano otra vez―. Digamos: trescientos por los tres balazos y cincuenta adicionales por el tiempo adicional.

―Suena justo. ¿En cuánto me sale enviar un mensaje? ―dijo González, en voz baja. El salón aún estaba atento a ellos.

―¿A qué se refiere? ¿Mutilarle el cuerpo a la víctima?

―Exacto. Rivera ha sido un estorbo para mi escaño y no quiero que surja otro como él. ¿Qué servicios ofrecen en esa línea?

―Todo depende. Podemos decapitarlo por quinientos, descuartizarlo por seiscientos, cortarle el rostro y coserlo a un balón de fútbol por mil… la imaginación es el límite. Y lo que esté dispuesto a pagar, por supuesto. Ah. Hay un cargo adicional por exhibir el producto en un lugar público.

―Me gusta lo de cortarle el rostro, pero un balón de fútbol no tendría sentido en su caso. ¿Se le podría coser a la bandera de la Unión?

―Con gusto. Ese trabajo le costaría mil quinientos, más otros quinientos si quiere que icemos la bandera en algún lugar ―el corredor preparaba el lápiz para escribir en la libreta.

―¡Coño! Pensé que dijo que negociaríamos ―dijo González en voz alta, otra vez. La multitud se había desinteresado en la transacción hasta ahora. Todos los ojos y oídos estaban pendientes al corredor y a González. Una que otra persona reconoció al senador, aunque no supiesen de dónde.

―¡Me cago en su boca! ―regañó el corredor y tiró el lápiz en el escritorio. Ahora era él quien casi gritaba―. ¿Es que no sabe ser discreto? Aquí no vendemos naranjas, por el amor a Cristo. Con lo que usted me pague, yo debo contratar un sicario que pueda llevar a cabo su encargo.

―Usted no sabe negociar. ¿No ve que puedo brindarle más clientes si hace un buen trabajo por mí? A mis colegas les encantaría encontrar una buena manera de… silenciar una que otra voz. Y si es costo efectivo, más aun.

―Linda democracia, senador ―dijo el corredor y tomó el lápiz. La mano le temblaba encima de la libreta―. A ver, ¿cuánto está dispuesto a pagar?

―Ochocientos.

―¿Está loco? Con esa cantidad, apenas encontraría un sicario ciego. Mil doscientos, si quiere que esto se cumpla sin complicación.

―Mil. Es mi última oferta. Ya he gastado demasiado tiempo.

―Y pensar que voté por usted… Bien. Mil. Pero no hay límite de tiempo y la puta bandera la iza usted ―dijo el corredor. La punta del lápiz estaba en el papel de la libreta.

―¿Sin límite? No puede ser. Hay que silenciarlo antes de que termine el mes.

―¿Usted no entiende que no es una operación sencilla? Hay que vigilar al sujeto, encontrar el momento adecuado para atraparlo, hacer la obra y luego precisar las terminaciones adecuadas. Puede tomar meses, en algunos casos. Es casi una obra de arte; pedir que lo haga en ocho días es absurdo, señor.

―No se agite tanto. Es un negocio, nada personal. Mire, le pago cien más para que lo complete en el tiempo requerido. ¿Está bien?

―¡Carajo, no! No está bien. Si usted va al extranjero, tendría que pagar diez veces más por el servicio. Y eso, por un trabajo descuidado. Acá se obra mejor, por menos, y aun así quiere pagar una miseria.

―Eso es en el extranjero, sí. La realidad es que estamos aquí. Mil cien o me voy a otro ―dijo González. Hablaba calmado y en voz baja.

―¡De acuerdo, puñeta! Ustedes los políticos son una verdadera escoria ― el corredor comenzó a escribir los datos del contrato.

―¿Acepta cheques?

El corredor se detuvo de repente y alzó la vista a González, quien sonreía con un paquete de billetes de cien en la mano. Ambos se rieron a carcajadas.

―¿Necesita recibo? ―dijo riéndose el corredor.

Antes de que intercambiara el dinero, un hombre se acercó a González, disparó una pistola y esperó a que el senador se desplomara. González cayó al suelo con su estómago ensangrentado.

―¿Mauricio, qué has hecho? ―dijo el corredor.

González agonizaba a gritos en el suelo.

―Completo un contrato, Luisito. Jugoso, ¿sabes? Dame un momentito…

Mauricio puso una rodilla sobre el pecho de González. Sacó un alicate y un cuchillo de caza de su abrigo. Luisito el corredor quería ver lo que sucedía, pero la espalda de Mauricio le ocultaba la vista. González gritó más fuerte, cosa que Luisito no creía posible.

―Vamos, tranquilo. Duele más si te mueves… Eso… Ahí ―decía Mauricio.

González parecía hacer gárgaras mientras Mauricio lo rodaba boca abajo.

―Ya pasó. Descansa un rato en lo que te la guardo ―dijo Mauricio.

El alicate aguantaba la lengua del senador. Mauricio limpió la sangre de la cuchilla con el pantalón de González y la guardó en su abrigo. Luego sacó una bolsa pequeña de plástico, colocó la lengua dentro y guardó todo en otro bolsillo del abrigo.

―Por eso me encantan los abrigos ―dijo Mauricio―. Aguantan todo cómodamente. Pena que haga tanto calor todo el año.

―Ay, Mauricio. Me jodiste la venta, chico. ¿Tenías que cortarle la lengua? Aun con la bala en el estómago, pude haber completado la transacción, pero sin lengua…

―Lo siento, Luisito. Las instrucciones fueron específicas. Ahora me lo llevo, lo mantengo vivo y en agonía por una semana, y luego lo decapito y descuartizo para enviarles las partes a sus familiares. El que me contrató tiene sentido de humor: quiere que le envíe la verga a la amante y los testículos a la esposa.

―¡Ea! Es jugoso el contrato, sí. Casi cinco mil, ¿no?

―Pagó el doble, según Diego. Por suerte, estaba aquí cuando bajó la orden.

―¿Fue ahora entonces?

―Sí, hombre. Fue el líder de la Unión: el Rivera ese. Alguien le dijo que negociaba contigo y llamó enseguida. No escatimó.

―¿Ve por qué debe ser discreto, senador? A ver si aprende la lección ―dijo Luisito al senador, que respiraba profundo y miraba el charco de sangre que formaba su vientre, incrédulo―. Pues, me jodí, entonces. ¿Qué hará con el dinero? ― le dijo Luisito a Mauricio. Apuntaba a los billetes empapados de sangre que yacían al lado de González.

―El cliente no dijo nada de eso. Quédatelos. Diego y yo estamos conformes con las ganancias del contrato.

―Coño, Mauricio, gracias. Eres todo una dama.

―Hay que ayudar al prójimo, hermano ―dijo Mauricio. Luego, se dirigió a González―. Ven putita, que te espera una semana de horror.

Luisito limpió la sangre de los billetes. No le importó tener que lavarse la manos, ni las manchas en la libreta.

Fin

¿Pagarías por un buen cuento? Poco a poco, los artistas aprendemos a independizarnos de los métodos tradicionales de exposición y remuneración. Antes, para ganar algún tipo de compensación por un escrito, el autor tenía que venderle los derechos de publicación a una editorial o periódico. Es un método que aún funciona para autores reconocidos. Sin embargo, luego de leer experiencias de otros artistas en diferentes medios, he decidido experimentar con estos métodos alternos de compensación. Inmediatamente después del cuento, encontrarás un botón para dejar un donativo. Si deseas, haz clic y sigue las instrucciones provistas. Puedes utilizar una tarjeta de débito o crédito y «Paypal». Deja $1.00 si deseas. Si no, pues no pasa nada. Lee el cuento y compártelo con tus amigos si te gusta.


1 comentario

1 ping

    • Kate el mayo 11, 2010 a las 7:48 am

    Social comments and analytics for this post…
    +1

  1. Social comments and analytics for this post…

    This post was mentioned on Twitter by JBorges: Entrada nueva: : Cuento: Contraoferta http://www.elblogdeborges.com/?p=941

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.