Un cuento histórico para el taller. No diré mucho, ya que prefiero que me dejen saber si el periodo es obvio y se entiende cuándo pasa el incidente (dónde también). Claro, cualquier comentario adicional es bienvenido.
Hibakusha
Las pesadillas no dejaban a Frederick dormir. Antes despertaba a mitad de noche y volvía al sueño, pero ahora eran peores. Las palabras de Tibbits todavía le resonaban en la cabeza: “Le soltamos encima el mismísimo infierno”.
Cerró los ojos y trató de forzarse a dormir, pero no pudo. Aún atardecía y siempre se le hacía difícil dormir de día.
Nada más pensaba en el fuego, en la gente quemándose viva, vaporizadas en un instante. Algunos caminaban sin piel ni pelo, otros vomitaban sangre. No entendía lo que decían, aunque parecían pedir la muerte.
Abrió los ojos, se paró de la litera y caminó a la cocina de la base aérea. Apenas notaba las picadas de los mosquitos de Tinian; estaba acostumbrado a los insectos de las Islas Marianas. Entró y se sirvió un vaso de agua. En el sueño, el líquido era negro, viscoso. Antes de tomar un sorbo, alzó el vaso de cristal para inspeccionar lo que estaba a punto de beber. Satisfecho al ver a través del líquido, tomó del vaso. Sintió alivio; estaba despierto de verdad.
Miró por la ventana y vio el B-29, Bockscar, en la pista. Por primera vez, no quiso volar su avión. Decidió hablar con el padre George.
El padre Saburo Nishida despertó al sonido persistente de alguien que tocaba a la puerta. A oscuras, buscó prender la lámpara encima de la mesa de noche. La luz le molestaba y esperó a que su visión se acostumbrara a la iluminación repentina antes de contestar.
— ¡Voy! —gritó.
Caminó despacio hacia la puerta. La visita no dejaba de tocarla.
— ¡Dije que voy! —gritó otra vez. El estruendo cesó.
Abrió y reconoció a Michiko, la hija de la Sra. Ogino.
—Padre Saburo, es Tetsuo… —dijo la niña. Apenas mencionó el nombre, comenzó a llorar.
—Vamos… Entra y me cuentas.
Sabía lo que la niña iba a contarle. Aunque este tipo de visitas era frecuente, no se acostumbraba a consolar a los que habían perdido a seres queridos.
Michiko se sentó a la mesa del comedor. Lloraba en silencio.
—Mamá recibió un telegrama. No quería enseñármelo, pero después de leerlo, se acostó. Estaba llorando, pero no quería que me diera cuenta. Cuando se quedó dormida, lo leí…
Desde el comienzo de la Guerra, nadie recibía telegramas con buenas noticias.
—Tu hermano descansa en paz, Michiko.
— ¡Pero no estaba bautizado! Usted dijo que los que no creían en Jesús iban al infierno.
—Bueno, sólo Dios sabe. Tal vez creyó en el último momento…
— ¿De veras? —dijo Michiko. Miró al Padre, llena de esperanza.
—Es muy posible. Tetsuo era un muchacho bueno. ¿Recuerdas cómo me ayudaba con el patio de la catedral? Es casi seguro que aceptó a Cristo en su alma. Será como Dios disponga —dijo el Padre.
—Dios cuenta contigo para esta misión —dijo el padre George.
—Pero, Padre, ¿perdonará que mate a tantos? —dijo Frederick.
—Capitán Bock, los japoneses han pecado en contra de Dios. Es Su voluntad que venzamos.
—“No matarás”… sin excepciones.
—Esta guerra es contra el Mal, Frederick.
—Unas de las ciudades tiene una catedral, Padre, erigida en honor a Santa María. Hemos estudiado fotos aéreas para familiarizarnos. Recuerdo la cúpula… tiene una cruz encima.
—Debe acostarse. Mañana será un día largo.
El padre Saburo escoltó a la niña hasta la casa de la Sra. Ogino.
—Ven mañana a la catedral y trae a tu mamá. Celebraremos una misa para tu hermano.
Michiko dobló el torso hacia el Padre en agradecimiento.
—Oraré por él esta noche —dijo la niña y entró en la casa.
—Yo también —respondió el Padre. Dio media vuelta y marchó hacia su casa, al lado de la catedral—. Yo también —repitió.
Miró las estrellas.
“Bonita noche”, pensó, “ni una nube en el cielo.”
Ese miércoles por la noche, Frederick estaba reunido con el mayor Sweeney y el comandante Harris. Los tres bombarderos estaban listos para despegar. Las tripulaciones aguardaban la orden final para comenzar el vuelo hacia Kokura. El combustible y el aceite mecánico se podían oler por toda la base.
— ¿No puede hacer qué? —preguntó el comandante Harris.
—No puedo llevar a cabo la misión —respondió Frederick.
—Capitán Bock —dijo el Comandante. Respiró profundo antes de continuar—. ¿Conoce la importancia de este vuelo?
—Comprendo, Comandante. No hay tiempo para cambiar el equipo especial de un avión a otro. Sugiero que cambie mi tripulación a uno de los aviones de observación.
Harris desvió la mirada hacia Sweeney, quien asintió con la cabeza.
—Bien, Bock. Así será —dijo Harris—. Pero le advierto: si la misión falla, lo fusilo por traición tan pronto aterrice el avión. Pueden irse.
Los dos pilotos salieron de la oficina a buscar a sus respectivas tripulaciones. Minutos después, los motores de hélice de los tres bombarderos prendieron. Todo el personal de la base estaba ocupado en algo. Era casi la una de la mañana y nadie dormía. —A mala hora le da con escuchar la conciencia —dijo Harris, entre dientes, mientras observaba la acción en la base.
Las nubes que oscurecían el cielo sorprendieron al padre Saburo. Se levantó temprano para preparar la misa de Tetsuo. Sabía que pocos feligreses estarían presentes; era jueves y la misa de las once era extraordinaria. Aun así, quería aliviar con sus palabras a los familiares de Tetsuo lo más que pudiese. “Queda tiempo”, pensó, “cinco horas deben ser suficiente”.
Frederick se sentía raro piloteando al Great Artiste. Era como si estuviese en su avión, pero con algunas cosas fuera de sitio. Bockscar tendía a inclinarse hacia la derecha, éste no tanto. Tardó un poco en acostumbrase, pero logró mantener el curso hacia Kokura.
Las condiciones del tiempo no mejoraban y la visibilidad era nula. El azul del cielo era remplazado por la blancura de las nubes. Sabía que estaban encima del blanco.
— ¿Ves algo? Cambio —le preguntó a Sweeney, por radio.
—Nada —escuchó la voz de Sweeney entre la estática de la transmisión—. No puedo tirarla así. Seguiremos esperando. Cambio.
—Entendido. Cambio y fuera.
Los dos bombarderos circularon a más de veinte mil pies de altura por dos horas. La visibilidad no mejoraba.
—Great Artiste para Bockscar. Great Artiste para Bockscar —dijo Sweeney.
—Adelante, Bockscar. — respondió Frederick.
—Hay un problema con el combustible. Hemos consumido demasiado. Si no dejamos caer a Fat Man pronto, tendremos que seguir al blanco secundario. ¿Me copias?
—Te copio, diez cuatro.
Frederick comenzó a pensar si el Comandante en verdad lo fusilaría si la misión fracasaba. Explosiones debajo de los bombarderos interrumpieron sus pensamientos. Los japoneses se habían percatado de ellos. Minutos después aparecieron aviones de combate.
— ¡Vámonos de aquí! —dijo Sweeney—. Seguimos hacia el secundario, ¿copias?
—Diez cuatro —respondió Frederick.
Cambiaron su curso y perdieron a los pequeños aviones enemigos entre las nubes.
Faltaban cinco minutos para las once y Michiko no aparecía. La Sra. Ogino dijo que había salido a buscar flores para Tetsuo cerca del megane—bashi a tres kilómetros de la catedral. Sólo al lado de ese puente encontraría las favoritas del hermano. El padre Saburo decidió esperar por ella. Ensayó el sermón que daría a los once feligreses (doce, con la niña). Se había inspirado en la resistencia de los católicos japoneses ante la adversidad. “Perseguidos por el Imperio desde la llegada de los portugueses, más de cuatrocientos años atrás”, comenzaría así. “Poco a poco, nos convertimos en la capital cristiana de Japón. Hemos sobrevivido por obra de Dios y la catedral de Santa María es símbolo de ello. Miren como Él sonríe en nuestra cúpula con los únicos rayos de sol en la ciudad”. Era una casualidad perfecta, pensó.
Estaban encima del blanco secundario y no se veía nada. Sweeney maldecía por radio cada vez que miraba el marcador de combustible. Tendrían que irse pronto y dejar caer a Fat Man en el Mar de Japón. Frederick sintió alivio. No era el mejor desenlace para la misión, pero sería sin pérdida de vida (del Comandante no fusilarlo).
Miró por la ventana del Great Artiste y vio una cúpula entre las nubes. Sin pensar, comentó por radio:
—Ahí está la catedral.
—Diez cuatro. Sólo tenemos una oportunidad. Cambio y fuera —escuchó a la voz de Sweeney.
Bockscar se zambulló entre las nubes, hacia la única apertura visible en el cielo. Frederick maniobró su bombardero para seguirlo. La misión del Great Artiste era recoger información científica de la explosión causada por el plutonio.
Michiko avanzaba lo más que podía con las flores en la mano. No había calculado bien el tiempo que le tomaría regresar a la catedral. Eran las once y sabía que llegaría tarde.
A las once con dos minutos, vio el cielo convertirse en luz blanca, entonces no vio nada más. Sintió un calor que parecía derretirle el cuerpo y como si el viento la arrojara hacia una pared. Miles de pedazos de cristal, piedra y madera atravesaron su cuerpo.
La catedral había sido completamente destruida en segundos. Al igual que la mayoría de sus feligreses, el padre Saburo Nishida murió vaporizado en instantes. Su cadáver no era más que una sombra de carbón, impresa en el piso donde estaba parado al momento en que los rayos del sol atómico lo azotaron.
Como un milagro, Michiko despertó unos días después en un hospital improvisado. Sus heridas habían sido tratadas, pero sufría de alguna enfermedad rara. Perdía el cabello, vomitaba sangre y su piel parecía haber desaparecido en algunos lugares del cuerpo, haciendo visible los músculos debajo. Murió seis días más tarde, preguntándose por qué estaba en el infierno.
Las pesadillas eran más reales. Siempre veía la catedral y a la niña con el ramo de flores corriendo hacia el edificio de la cruz encima de la cúpula. Entonces, todo se desintegraba. Veía a la niña otra vez, ahora sin mechones de pelo, la piel le colgaba del cuerpo como trapos. Estaba ciega y vomitaba sangre. Ahora entendía sus palabras: no pedía la muerte, sino cuándo saldría del infierno. Todas las noches Frederick se preguntaba lo mismo.
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