Luz entre sombras

Los días negros son necesarios, creo fielmente en eso. Sin ellos no podríamos apreciar los buenos. Todo depende en saber apreciar esos momentos cuando llegan. Puede ser ver viejos amigos, oír un chiste o presenciar una situación surreal. Cuando era más joven (y sabía todo, jeje), me hubiese reído al leer lo que acabo de escribir. Ahora sé apreciar los detalles mejor.

Pues, ¿qué les cuento? A ver. Comenzaron las clases y parece que el seminario va a ser fuerte, pero interesante. Estudiar con Mario Cancel es un honor y un placer. Si algún día tienen la oportunidad de hacerlo, háganlo sin reparaciones. Ahora bien, nos toca bastante lectura, pero hay flexibilidad en la lista y estoy muy agradecido.

He pasado las últimas noches leyendo cuentos para la clase y viendo (por no sé cuántas veces) algunos capitulos de las serie inglesa Blackadder, en específico la cuarta, y última, temporada. Trata de un personaje recurrente (ficticio, por cierto) en la historia inglesa durante la Edad Media (1ra temporada), el Renacimiento (2nda), siglo 18 (3ra), y la Primera Guerra Mundial (4ta). La primera temporada se puede descartar, pero las demás son joyas. Si te gusta Monty Python, de seguro te gustará Blackadder.

Hace poco terminé un cuento, pero aún lo reviso. Pronto lo verán aquí, con su explicación acerca de cómo llegó a ser. Además estoy escribiendo otro que va más por la vena fantástica, pero le falta bastante todavía.

El viernes fui a las fiestas de la Calle San Sebastián y la pasé súper bien. Vi personas que no había visto desde el año pasado y otras que no había visto en más de tres años. Las reuniones continúan esta noche, ya que voy a ver a varios ex compañeros de clase (¡de escuela superior!). Personas que no he visto en 18 años (!). Me parece interesante ver cómo han madurado (o no), qué han hecho y siempre salen secretos viejos a la luz… cosa de la cual pienso aprovecharme (sonrisa maquiavélica… carcajada… sonrisa).

Sigo tratando de aprender a tocar la guitarra (estoy seguro que los vecinos me aman… es eléctrica). Espero llegar a la etapa donde comience a sonar a música en vez de ruido. Por lo menos ya no es ruido prohibido por el tratado de Ginebra… sólo ruido. Mi meta es poder tocar y cantar al menos una canción antes de las próximas navidades.

Bueno, esto se alargó más de lo que pensaba, así que corto por ahora. Seguiré contando…

Días así

Cuando nadie tiene una palabra bonita para uno y encuentras que las que te dicen sólo te hacen sentir peor.
Acciones e inacciones que pesan en contra de uno.
Días en que la preciada soledad pesa. Que los antiguos vicios te llaman y los existentes te agarran mejor.
Por más detestables que sean uno trata de aferrarse a la idea de que el próximo será mejor.

Porque es casi obligatorio tener una entrada en esta fecha…

Curiosamente, camino al trabajo tropecé con un gato negro, causando que cayera debajo de una escalera, después de jugar el número 13 en el pega dos…

Pero, fuera de broma, quería recomendar este cómic de Warren Ellis. Se llama Fell y la primera edición se puede leer aquí. Es uno de los mejores que están saliendo estos días. Me dejan saber qué opinan.

Cuento: Día a día

El primer cuento que publico aquí en el año, sin embargo, lo escribí más de dos años atrás. Muy apropiado para este cuento, como verán. Je, je. Después del final, les explico cómo me surgió la idea…

Día a día

-Es bueno verlo otra vez, señor Juan -dijo el vagabundo-. Después del accidente de ayer, no pensé volverlo a ver.

No sabía cómo supo mi nombre, pero tampoco pregunté. Captó mi atención con lo que había dicho del accidente.

Contesté que me confundía con otra persona, ya que no había sufrido un accidente en años.

-No… ¡Era usted! –insistió-. Me alegro de verlo saludable. ¡Qué clase de impacto!

Me dio curiosidad, pero el semáforo cambió a verde y seguí camino a casa. Horas más tarde ya había olvidado el incidente y me acosté temprano.

No me acordé de él hasta la tarde siguiente, cuando lo volví a ver frente al semáforo. Cojeaba del pie derecho mientras pedía limosnas con una mueca de dolor cada vez que pisaba. Despacio, caminó hacía mi auto.

Al acercarse, le pregunté qué le había sucedido. No acostumbro hablar con mendigos, pero mi curiosidad pudo más que mi aversión.

-¿No se acuerda del auto de ayer? Me pisó el pie.

Dije que debió haber sucedido después de irme; recordaba haberlo visto por el retrovisor y caminaba sin dificultad

-¡El carro rojo! Usted lo vio… fue al frente suyo.

Encogí los hombros. Seguramente estaba loco y no convenía llevarle la contraria. Al cambiar la luz, seguí la marcha hacía mi casa y no pensé más en el asunto en los días siguientes. Continué con la rutina semanal y, aunque veía al limosnero, no le presté mucha atención. Aun así, noté que cojeaba al azar. Unos días sí, otros no.

El lunes, con la luz roja, no pude evitar que se acercara otra vez. El conductor de frente a mí aceleró al notar la luz del carril de viraje cambiar a verde. Sin darse cuenta, pasó por encima del pie derecho del limosnero antes de frenar. En el reflejo del espejo de la puerta, detecté preocupación en el rostro del chofer del Mercedes rojo, pero supuse que era más por la complicación legal que le podía causar el incidente. Aceleró y desapareció entre las calles y los demás autos en la ciudad.

Recordé que el muchacho cojeaba la semana anterior y la explicación que me dio. Era como había descrito, pero cuatro días más tarde. El mendigo brincaba con el pie izquierdo e intercambiaba gritos de dolor con maldiciones al “hijo de puta”.

Cuando cambió el semáforo, seguí mi camino, pero sólo pensaba en las semejanzas entre lo que recordaba que me había dicho el vagabundo y lo que acababa de presenciar. Sin más remedio, viré y me estacioné cerca de la intersección.

Lo encontré sentado en la acera examinándose el pie, con un zapato vacío al lado.

Pregunté si estaba bien, a lo que respondió:

-Creo que sí. Me duele mucho, pero no es insoportable. Gracias por preguntar. ¿Cómo se llama usted?

Ya me desesperaba la habilidad de este hombre para confundirme. La semana pasada, sabía mi nombre y ahora no. Tal vez se le había olvidado…

Decidí echar a un lado la confusión y le dije mi nombre: Juan. Ofrecí llamarle una ambulancia, pero no terminé de pronunciar la palabra cuando noté que comenzó a exaltarse.

-¡No! ¡Por favor, no lo haga! No me gusta estar muy lejos del semáforo. Me confundo demasiado.

No tenía sentido, pero no esperaba mucha cordura de él. Por algo vivía allí. Le deseé una pronta recuperación y me despedí.

En mi casa, no podía pensar en nada más. ¿Cómo supo mi nombre la primera vez que hablamos, pero hoy no? ¿Por qué vio su accidente pasar una semana antes? ¿Conocía el futuro? La pregunta más alarmante era ésta: ¿cuándo sería mi accidente? ¿Sería grave? ¿Acaso mi muerte estaba cerca? ¿Había forma de evitarla?

No dormí bien esa noche.

En el trabajo, sólo pensaba en el limosnero. Decidí hablar con él por la tarde. Me estacioné cerca de la intersección donde estaba el semáforo. Allí estaba, como de costumbre. Desde la esquina, lo llamé Cuando llegó a mi lado le pregunté si podía contestar algunas preguntas. Noté que hoy no cojeaba.

-¿Es policía, señor Juan? No lo parece, pero…

Estaba un poco nervioso, pero pude convencerlo de que no era un oficial de la ley o algún funcionario del gobierno. Si dudó de mi sinceridad, cuando le ofrecí el billete de veinte, lo convencí por completo.

-Muy bien, hablemos -dijo sonriendo–. Un policía me hubiese hartado de bofetadas en vez de dinero.

Nos sentamos en un banco en la parada del autobús. Descubrí su nombre mientras hablamos; Ignacio.

Apunté al pie derecho, para saber si se había recuperado. No parecía hinchado.

-Ya está bien. Ni se nota que me pisó un auto. Me asustó la primera semana; la hinchazón no parecía bajar.

-Pero… eso pasó ayer -pregunté.

Me miró asustado, como si hubiese revelado un secreto, pero entonces su rostro dejó de mostrar miedo.

-De todas formas, ahora está bien. Mire -dijo. Se paró de un salto y caminó alrededor de la parada. No se quejó de dolor.

Mencioné lo raro que me parecía que sanara tan rápido.

-Cosas más raras suceden. No se preocupe por mí.

Callé por unos minutos. El autobús llegó y recogió pasajeros. El semáforo cambió y se despejó la intersección.

Al fin le hablé otra vez.

Ya no podía contener la pregunta; necesitaba saber y pregunté:

-Ignacio, ¿puedes ver el futuro?

-Sólo como usted… un minuto a la vez y día a día.

-¿Cómo sabías de tu accidente una semana antes?

-Bueno, es que para mí han pasado varios días.

Las palabras de Ignacio eran sinceras, pero yo había visto el accidente la tarde anterior. El lunes… estaba seguro. Ignacio me hacía dudar. Entonces, se me ocurrió una locura.

-Ignacio… ¿qué día es hoy?

-No sé. Este estilo de vida no tiene horario fijo -dijo con una sonrisa-. No es sábado ni domingo, porque en esos días apenas hay autos en la intersección.

-Y ayer ¿era sábado o domingo?

-Sí. Aquí no había autos ayer. No sé cuál de los dos era, pero era uno de esos.

-Sabes el orden de los días ¿verdad? Lunes, martes, miércoles…

-Sí. Así se supone que sea…

-¿Qué día será mañana? -interrumpí. Bajó la cabeza, abochornado.

-No sé, señor Juan, no sé. El que me toque, supongo -respondió, fijando la vista en el piso.

-¡Vamos! Si hoy es martes, entonces ¿qué será mañana?

-Para usted será miércoles. Para mí… no sé. Puede ser domingo o jueves. Se me hace imposible saber.

Por eso, para él había pasado una semana desde el accidente. Por eso, un día cojeaba y otro no. Ni él mismo sabía qué día le tocaría mañana, sólo que no sería el mismo que me tocaría a mí… o a más nadie.

No podía seguir usando esta intersección. Aquí sería el accidente. Me mudaría, para estar seguro.

Maquinaba cómo conseguir empleo en alguna otra ciudad, a cuál ciudad mudarme, abandonar a mis amigos, conseguir otros. Huir, huir. Comenzar de nuevo… sería una aventura.

-¡Señor Juan! ¡Cuidado! -gritó Ignacio. Agitaba los brazos encima de la cabeza; ahora sí parecía un loco y me sentí tonto por hacerle caso a sus cuentos y a mis supersticiones. Di unos pasos hacia mi carro. Crucé la calle frente a la parada del autobús. Inmerso en mis pensamientos, no me di cuenta de dónde me encontraba.

Al ver venir el autobús, supe un segundo antes del impacto que hoy sería el día de mi accidente.

Fin

Cuando escribí este cuento, tenía un empleo donde trabajaba más de diez horas diarias, a veces seis o siete días a la semana. Además, tenía que madrugar para poder llegar a tiempo al trabajo. Sucedía que nunca sabía qué día era… si era martes, domingo o nada. Un día, mientras regresaba a casa, se me ocurrió el personaje de Ignacio.

La avenida donde sucede todo puede ser cualquiera, pero para los lectores que conozcan el área de Hato Rey, pueden pensar que ocurre en la esquina de la Ponce de León y la Hostos (donde está el Choliseo y la estación del Tren Urbano).

He notado que este cuento le gusta a las personas que entienden los cuentos donde hay mucho viaje por el tiempo (Back to the Future II o The Time Machine). Lo cómico es que después de escribirlo, se me hacía difícil seguir la continuidad de acuerdo a lo que le ha o no sucedido a Ignacio. Espero que les haya gustado.

Por cierto, si a alguien se le ocurre un título mejor, me dejan saber. Nunca he estado 100% contento con el actual.

De fiestas y otras cosas

«¿Estás bien?, ¿Te estás divirtiendo?, ¿Estás aburrido?, ¿Qué te pasa?». Son preguntas que recibo cada vez que asisto a alguna fiesta. Mis respuestas son: Sí, Sí, No y Nada. Sucede que no brinco ni salto, apenas bailo, no bebo, y apenas hablo. Sólo observo. Así la paso bien.

¿Qué observo? Las interacciones de los demás, los pequeños dramas que suceden, como baila la gente, los gestos particulares de cada cual. Los detalles son archivados para que algún día salgan a la luz en un escrito (los nombres serán cambiados para proteger a los culpables… tal vez).

A veces participo en conversaciones, pero encuentro que los temas usualmente tocan cosas que no conozco o personas que jamás he visto. Prefiero callar y escuchar en esos casos. Como decía Mark Twain, «Mejor callar y parecer un idiota, que abrir la boca y eliminar la duda» (no creo que sea exactamente lo que dijo, pero es muy cercano). Otras veces, me dedico a ayudar con la comida o con los tragos (más de 8 años en restaurantes y hoteles… no lo puedo evitar). Pero de todas formas me divierto.

Lo que sí quiero perfeccionar es mi salida de las fiestas. Lo ideal sería desaparecer como hacen los magos. Me lo imagino: «Bueno, gracias por todo. Nos vemos luego». Poof. Bola de humo. Desaparesco. Todo el mundo se pregunta cómo lo hice.

Jmm. Tal vez encuentre cómo hacer eso en el internet…

¡Feliz Año!

Les deseo a todos un año lleno de cosas buenas. Y si les trae algo malo, que no sean tan malo.

Creo que va a ser un año interesante. Casi siento como si comenzara una aventura nueva. ¿Nadie más se siente así? Lo lamento, si no, porque es fabuloso.

Bueno, un saludo a todos y gracias a ustedes por visitar y apoyarme.

¡Feliz Año Nuevo!

José

Monotonía navideña

Antes que nada, ¡Felicidades!.
Bien. Salimos de eso.
No sé para ustedes, pero estas navidades han sido un poco monótonas. Como que nos cansamos de tanto consumismo. A lo mejor soy yo…

Admito que sí las he pasado tranquilo, al menos. Leí dos o tres novelas, arreglé cuentos, desarrollé cierta apreciación por la música de Johnny Cash. También comencé varios cuentos, pero no he podido seguirles el hilo… aún queda tiempo, supongo.

Pasé los últimos dos días haciendo ruido con la guitarra (si se preguntan si toco guitarra, la respuesta es no… ruido), que era algo que no hacía desde un tiempo. Vi dos películas (alquiladas). Fui a dos fiestas. Crecí una barba (más o menos).

No me quejo, en verdad. La he pasado bien.

Ahora todo el mundo se prepara para la despedida del año. Reflexionando, me doy cuenta que el que pasó no fue tan malo. Tuvo sus momentos buenos y malos, pero me siento como si salí bastante bien.

Así que despediré el año con una palmada en la espalda, y un «gracias por venir». Hay que ser hospitalario, ¿no?

Entonces, a recibir el nuevo con «hazte cómodo, relajate… y pórtate bien».

Feliz año a todos. Mantengan su juicio, a pesar de toda las celebraciones.

José

PD- Pronto pondré un cuento nuevo, para su deleite (o sufrimiento). ¡Dejen sus comentarios!

Cuento: El infierno es la ausencia

Quería leer este en Café Berlín, pero es demasiado largo, creo. Así que se los dejo acá. Espero que les guste. Al final del cuento, dejaré algunos comentarios sobre cómo surgió la idea.

El infierno es la ausencia

José Borges

Lo peor es el olor. No hay manera de escaparse de la peste. La combinación de agua estancada, muertos descompuestos y alcantarillas desbordadas crea un infierno para el olfato. Cuatro días en esto… no sé cuanto más pueda soportar. Tengo hambre, pero aún así, comer me provoca nausea.

Martina parece haber perdido la cordura. Ya no reacciona a nada… sólo mira al vacío. Es difícil comprender su entusiasmo antes del huracán… siempre la optimista. No queda un rasgo de eso.

Recuerdo pensar que se enfadaría conmigo al decirle que no podríamos evacuar la ciudad. El huracán decidió llegar en nuestro peor momento económico y yo no quería dejar nuestras pocas pertenencias sin vigilar. Si llego a saber que no importaría si estuviésemos o no… muy tarde para eso.

-Pues, nada, amor. Será como acampar. Lo importante es que estemos juntos –contestó con esa sonrisa de ella. La que siempre me hacía sentir feliz.

Apenas llevábamos tres semanas en Nueva Orleáns. Yo trabajaba en un hotel durante el día y tocaba el bajo en una barra por las noches. La ciudad sería mi universidad de música. Martina no había encontrado empleo aún.

Cuando oímos las noticias del huracán comencé a desesperarme. Mudarnos acá había sido un riesgo bastante grande y empecé a dudar de mi decisión. Martina nunca perdió fe. Nos preparamos lo más que pudimos para el temporal.

Nuestro apartamento era cerca del barrio francés y los vecinos nos decían que era uno de los lugares más seguros de la ciudad para pasar un huracán.

Cuando comenzaron los primeros vientos, nos encerramos en el apartamento. Al poco tiempo las autoridades cortaron la electricidad. Bajo la luz de las velas nos divertimos jugando con naipes y juegos de mesa. Podíamos oír el viento arrasando todo en su camino. Noté que Martina estaba nerviosa… todo le daba gracia y se reía con frecuencia. Su intención era mostrarse fuerte para mí… no quería que me preocupara.

Ahora le veo los ojos vacíos y me recuerdan a esas horas felices que pasamos. Aguanto las lágrimas para que no pierda fe en mí.

A las dos de la tarde, más o menos, el viento cesó. Salimos a ver qué había sucedido, pero sabíamos que faltaba el resto de la tormenta. La ciudad descansaba dentro del ojo del huracán. Hasta la fecha, los daños habían sido menores. Algunos automóviles destrozados por árboles caídos, letreros en el piso, algunas ventanas rotas… pero dentro de todo, estable. Volvimos a encerrarnos cuando comenzaron los vientos otra vez.

Esta vez Martina no pudo ocultar lo que sentía. Cada vez que oía algún estruendo, brincaba. A veces, yo también… no lo niego. Parecía que la cola del mal tiempo doblemente furiosa.

No pudimos contener nuestros gritos cuando el letrero de una de las barras cercanas atravesó el panel de madera que protegía la ventana del balcón. Tardé en recomponerme y buscar refugio.

-¡Métete en el baño! ¡El baño! –grité.

Martina no se movió al principio, pero cuando la agarré por la muñeca, reaccionó. Entramos al baño y cerramos la puerta. Nos sentamos dentro de la bañera.

El ruido que oíamos desde la sala se parecía al grito de Dios. Los dos temblábamos en la oscuridad. Así estuvimos por más de cuatro horas. Cuando menguó el viento, el cansancio nos venció y dormimos abrazados en la bañera.

No recuerdo cuál de los dos despertó primero. Creo que fue ella. Lo que no olvido es lo que quedó de nuestra sala. Los vientos habían lanzado objetos de todas partes dentro del pequeño espacio (ahora abierto). Curiosamente, una estatuilla de un ángel hecha de cerámica que Martina adoraba había sobrevivido el embate de la tormenta.

-Es una señal –dijo y sonrió. Fue la última vez que la vi sonreír.

Ahora, por más que la abrazo y la beso, no reacciona.

Nuestros comestibles habían volado con el resto de nuestras pertenencias hacia Dios sabe dónde. Aturdidos, salimos a la calle para ver el resto de la ciudad.

Afuera parecía una zona de guerra. Había poca gente, pero todos deambulaban observando los daños, absortos. Martina y yo habíamos vivido dos huracanes anteriormente, pero esta vez estábamos solos. No teníamos amigos ni familia para ayudarnos o comparar experiencias. Tampoco podíamos llamar a nadie para dejarles saber que aún vivíamos ya que el sistema telefónico no funcionaba. De todas maneras, aunque un poco confusos, creíamos que en menos de un mes todo se acercaría a la normalidad. Por el momento, supimos que era necesario encontrar comida y agua.

Algunas tiendas pequeñas estaban abiertas al público y conseguimos un poco de agua embotellada y latas de sardinas y atún. No era un menú extenso, pero al menos tendríamos algo para comer por unos días. Seguramente en ese espacio de tiempo ya habría comestibles disponibles. Durante nuestra inspección de la ciudad notamos unos pocos efectivos de la guardia nacional comenzar a remover los escombros de las calles. Teníamos esperanza que pronto la normalidad regresaría. Era una tarde bella, fresca, con pocas nubes en el cielo.

Por la noche, nos acostamos en lo que quedaba de la sala. Recuerdo estar de mal humor porque el Spector del ’89, mi bajo, había desaparecido. El ángel de cerámica sobrevivió y el Spector voló por los aires.

-Vamos, ya podrás conseguir otro –Martina trató de consolarme.

Estábamos cansados y pronto nos dormimos. Despertamos a mitad de noche, al oír unos estallidos lejanos. No eran truenos y no pude descifrar qué había sucedido. De todas maneras, pronto dormía otra vez.

La mañana siguiente, al salir otra vez a la calle, nos dimos cuenta que la ciudad se inundaba. Las calles se parecían a los canales de Venecia. Comenzamos a ver personas transitando en pequeños botes de pesca por avenidas que el día anterior estaban completamente secas. Según pasaban las horas del día, más incrementaba el nivel del agua. No paraba.

Logramos encontrar a unos guardias y paramos para averiguar qué sucedía.

-El dique se rompió… el mar está inundando la ciudad –dijo uno de ellos-. Esta área no es segura. Deben ir al refugio.

Le pregunté cuál era el refugio y me explicó cómo llegar al “Superdome”, el estadio más grande en la ciudad. Le di las gracias.

Decidimos tratar de quedarnos en el apartamento, ya que estaba en un segundo piso. Creímos estar a salvo allí, pero en pocas horas era evidente que el agua inundaría nuestro hogar. Partimos hacia el estadio. Como era un refugio, debería tener comida. Era tarde y las latas de atún y sardinas no habían rendido.

Camino al refugio, comencé a desear que se me hubiese ocurrido partir hacia allá antes. La gente caminaba en grupos, rompían ventanas y puertas para entrar a las tiendas. No sólo de comida, sino de zapatos, efectos electrónicos; cualquier cosa que tuviese valor antes. Gente peleando por cosas que no le servirían de nada en esos momentos.

Encontramos una bodega pequeña y se me ocurrió conseguir algo de comer allí. Le dije a Martina que me esperara mientras yo saqueaba también. No le agradó la idea, pero me hizo caso.

La bodega era otra zona de desastre más. Había un policía dirigiendo a otros dos para sacar todo. Cuando me vio, me apuntó con su escopeta.

-¡Vete o te vuelo en cantos! –gritó.

Los otros dos dejaron de saquear y me miraron, las manos llegando a sus armas. Rogué que me dieran algo de comer, pero el primer guardia me contestó con otro ladrido y los demás desenfundaron sus pistolas. Salí corriendo.

Llegué hasta donde estaba Martina, la halé de la mano y seguimos corriendo. Después de alejarnos un poco, le expliqué, nervioso y enfadado, lo que sucedió.

-Es un ambiente peligroso, Francisco. Trata de comprenderlos.

No había perdido su optimismo… Ahora la abrazo y no responde… me hace falta su ternura. Siento que me desajusto…

Evadimos a los guardias y los demás saqueadores, y nos acercamos al estadio. Noté una tienda de instrumentos musicales que parecía estar abandonada. Había sufrido daños o un saqueo, pero había un bajo que nadie había tocado. Lo podía ver desde lejos. Otra vez, le dije a Martina que esperara por mí allí, pero se resistió.

-¡No! ¡No hace falta, Francisco! ¡Vámonos al refugio! –suplicó.

Expliqué cómo teníamos que pensar en el futuro después del desastre. Era probable que no hubiera manera de conseguir dinero por un tiempo y con el instrumento yo podría generar algún ingreso.

-No te preocupes por eso ahora… todo se arregla. No hace falta en estos momentos.

La mandé a callar y me dirigí a la tienda. Si sólo le hubiese hecho caso…

Entré por una ventana de cristal rota. Todo estaba oscuro y me detuve a ver si veía algún movimiento. Si había alguien adentro, regresaría a donde Martina. Esperé por más de dos minutos. Una vez estuve seguro de que el lugar estaba vacío, me dirigí a donde colgaba el bajo, detrás de un mostrador. El agua me llegaba a las rodillas y cada paso se oía. Sostuve el instrumento en mis manos. Era un Spector, como el mío, pero mucho mejor elaborado. Toqué dos o tres acordes y me enamoré. Alcé el bajo sobre mi cabeza como si fuese un soldado cruzando un río para que no se mojara.

De repente, una puerta que parecía ser del almacén de la tienda se abrió y un señor con una pistola comenzó a gritarme y a dispararme a la misma vez.

Solté el instrumento y corrí hacía la ventana por donde entré. El señor siguió gritando entre disparos. No sé cómo no logró alcanzarme con una bala… a lo mejor no me apuntó con el arma. Recuerdo gritar perdón y brincar de cabeza por la ventana. Caí en la calle inundada, y sentí algo caliente en el muslo derecho. Mojado de pie a cabeza, me levanté y corrí como mejor pude (el nivel del agua me cubría las rodillas) hacia Martina. Los gritos de ella y del hombre de la tienda se confundían con los estallidos de la pistola y el sonido del agua salpicando por todas partes.

Una vez nos alejamos, los disparos y los gritos cesaron. Permanecimos en silencio mientras seguimos nuestro rumbo al estadio. Podía sentir el coraje mudo de Martina.

Notamos más personas tratando de llegar al estadio. Estaba más alto que el resto de la ciudad y parecíamos salir a la orilla de una playa de concreto. Evitamos a las demás personas; no sabíamos sus intenciones, pero era inevitable después de cierto punto no mezclarnos con el gentío.

Por fin Martina rompió el silencio:

-Estás sangrando –apuntó a mi muslo derecho.

En el escape, me había rajado la piel con el cristal de la ventana, supongo. Mis mahones estaban manchados de sangre hasta la rodilla. Me quité la camisa y la até alrededor del muslo, para parar el flujo de sangre. En poco tiempo, la camisa blanca también estaba roja.

Hicimos una fila para poder entrar al estadio. La gente parecía confusa y seguían a la persona del frente porque no sabían qué más hacer. Así como nosotros.

Llegamos hasta el policía en control de la entrada al refugio.

-Necesita atención medica –Martina le dijo al policía, apuntando a mi herida.

-Adentro la consigue –contestó.

Todo era caos. La gente se situaba donde podía, no habían camas, los baños no tenían agua y no había electricidad; todo era alumbrado con unas pocas velas y linternas. Tampoco había representantes de las autoridades.

En silencio, escogimos un rincón solitario. Sólo había una señora mayor en una silla de ruedas junto a su hija.

-Espero que nos saquen de aquí pronto… mami necesita sus medicamentos –comentó la hija. La señora no decía nada, sólo miraba a sus alrededor de vez en cuando, en espera de alguien para salvarnos.

Al conversar con ellas, nos dimos cuenta que no había comida ni agua en el refugio. Se había agotado todo unas horas antes de nuestra llegada. Aun así, esperábamos salir de allí por la mañana. La hija nos contó cómo no pudieron evacuar la ciudad y la pérdida de su hogar (donde ellas residían, las aguas llegaban casi hasta el techo). De milagro llegaron al refugio. Tenían frío y hambre. Igual a nosotros.

El cansancio nos alcanzó a los cuatro y dormimos allí, en el piso.

Al día siguiente, traté de buscar ayuda médica, comida y agua. No encontré nada. Los guardias no me decían cuándo llegaría la ayuda que necesitábamos. Le decían lo mismo a todo el mundo:

-Pronto, pronto. Cálmese, pronto llegará ayuda.

Entraba la tarde y nada cambiaba, excepto que las condiciones empeoraban. Más personas llegaban, más basura y excrementos humanos se acumulaba. El calor convertía el refugio en un horno apestoso. Tratamos de cubrir nuestras narices con camisas o cualquier artículo de ropa, pero era igual. El hedor nos abrumaba.

La señora en la silla de ruedas empeoraba. Perdía conocimiento por largos ratos… creo que sólo la vi despierta dos veces. Necesitaba su medicamento. La hija comenzó a sucumbir al pánico. Decidió que era mejor salir de allí.

Martina y yo estuvimos de acuerdo e intentamos salir. Encima del calor, yo ardía de fiebre. Sin agua, me deshidrataba a paso acelerado.

Descubrimos que no éramos refugiados, sino prisioneros. No nos dejaban abandonar el estadio. Podíamos salir a las afueras pero el perímetro estaba vigilado por guardias armados. Tuvimos que dormir otra noche allí. La fiebre me causaba un temblor por todo el cuerpo, como si me muriera de frío. Martina me abrazaba a pesar del calor que debió sentir. Como si al aguantarme podía evitar que abandonara la vida. Comenzamos a creer que moriríamos allí. La hija de la señora gritaba a toda voz por ayuda, pero nadie llegaba. Incluso, otros refugiados le gritaban para que se callara.

Me di cuenta que estábamos en el infierno entrando de madrugada. Creo que desperté como a las tres de la mañana y me percaté que la señora en la silla de ruedas no respiraba ya. En silencio me acerqué un poco para examinarla. Sólo podía ver el lado izquierdo de su rostro, el ojo abierto, pero la mirada vacía. Cuando vi la rata comiéndole el ojo derecho, me desmayé.

Desperté en la mañana. Martina no estaba. Comencé a mirar a todos lados. Vi a la hija de la señora llorando y espantando las sabandijas que se acercaban al cadáver de su madre. Le pregunté dónde estaba Martina, pero no registró mis palabras; nunca abandonó su llanto. Perdí conocimiento otra vez.

Al despertar esta vez, estaba en los brazos de Martina. Me contó que consiguió un poco de comida y agua. De algún lugar logró conseguir antibióticos para la infección causada por mi herida. No me quería decir cómo y yo estaba muy débil para seguir preguntando.

El calor persistía y aún no llegaba nadie a rescatarnos. La fiebre había desaparecido y comencé a fijarme en nuestros alrededores. A cado rato se formaba alguna pelea por comida o agua. Algunos hombres organizaron grupos para despojar cualquier cosa de valor a los demás por fuerza. A veces, los grupos se peleaban y la cantidad de cadáveres incrementaba. Tratamos de escondernos de ellos, pero eventualmente nos encontraron, atraídos por los llantos de la hija de la señora muerta.

Parecían bestias salvajes. Sin palabras, agarraron a Martina y a la hija de la señora en medio de gritos. Traté de defenderlas, pero eran demasiados y yo estaba débil. En medio de la paliza pude oír los gritos de Martina y uní los míos implorando, rogando que la dejaran en paz. Antes de perder la conciencia, oí un grito desesperado de Martina ahogándose en la oscuridad.

Desperté hoy y la encontré desnuda, mirando al vacío. La arropé con la ropa desgarrada que los animales habían dejado tirada y la abracé. Encontré la figurita de cerámica en dos cantos, decapitada. He pasado todo el día susurrándole al oído lo mucho que la amo, cómo vamos a salir de aquí, que no desespere… que me perdone. No responde a nada.

Tengo un ojo tan hinchado que no veo por él y la boca llena de sangre. Apenas puedo respirar. Creo que tengo una o dos costillas rotas. He oído entre rumores y comentarios que nuestros victimarios fueron abatidos por más de cincuenta personas. Los mataron a golpes.

La información no me hace sentir mejor.

No tengo remedio excepto esperar alguna ayuda. Alguien que nos saque de este infierno de pestes y sabandijas, excreta y sangre. Le prometo a Dios o al diablo que no voy a abandonar a Martina… haré lo posible de protegerla hasta que se recupere. Uso toda mi fuerza para espantar las ratas que se acercan.

Fin

Pues, el cuento surge una semana después del huracán Katrina. Como apenas veo televisión, lo que sabía era lo que había leído en internet, en lugares como Boing Boing y varios blogs referidos por ellos. Tenía que escribir un cuento de terror para el taller y me di cuenta que lo más que me daba miedo era la falta de humanidad que ocurre en los humanos. Lo que sucedió durante la semana que Nueva Orleans estuvo sin ayuda me pareció un ejemplo ideal. Me dio miedo.¿Lo que escribí es una exageración de lo que sucedió? Espero que sí. Traté de utilizar diferentes anécdotas para contar la historia de Martina y Francisco. A la misma vez, no quería dar un sermón o escribir un editorial. Espero que les haya gustado (por lo menos, llegaron hasta aquí… eso es un logro).

¿Lo más que me asusta? Que pase aquí… no tanto un desastre de tal magnitud, sino que fracasemos como pueblo (y como humanos) si ha de pasar. Eso sí da miedo.

Muere Richard Pryor

No recuerdo muy bien la primera vez que oí de él. Creo que estaba en quinto grado, tal vez sexto. Mis compañeros de clase hablaban de su comedia porque era tabú. Sus películas contenían sexo, uso de drogas y cosas que a esa edad en verdad no entendía. En ese tiempo me reía más por sus gestos… lo cómico era el slapstick. Luego, comencé a entender su comedia.

Los mejores comediantes te hacen reír con la verdad. Nos reímos con cosas que nos pasan, que sentimos, que pensamos (a veces escondemos estos pensamientos, porque hay que mantener apariencias). Crean controversia y te hacen pensar. Y por un momento, te olvidas de tus agravios y sólo existe la risa (la incontenible, la que no te deja respirar, la que te trae lágrimas de felicidad a los ojos) y cada vez que recuerdas algo que dijo te ríes otra vez. Así era la comedia del señor Pryor. Lograba mostrar algunas de las cosas más feas que existen en el mundo y nos hacía reír con ellas.

Ahora, este sábado, 10 de diciembre, se despidió de su público por última vez. Pero esta vez nadie está riendo.

Cosas misceláneas

Aunque no paresca que haya pasado mucho, ha sido una semana interesante.

Continúo mis labores para Santillana. Es curioso el cambio de ritmo entre mis últimos empleos y éste. Me gusta trabajar en la ciudad (jmmm… sueno al ratón del campo…) en vez de algún resort en otro lado de la isla. Lo mas inconveniente es que aún no tengo servicio de internet en mi apartamento y dependo de lugares como 4buck’s o Lenny’s (nombres cambiados para proteger a los inocentes… en verdad es para no anunciarlos gratis) para conectarme. El beneficio es que me ayuda a escribir más, aunque no por acá.

Curiosamente, la fiesta de fin de año de Santillana (es de navidad, pero lo llaman de esta manera para no herir las sensibilidades de nadie) será el 8 de diciembre. Lo curioso va a ser ver cómo sobrepaso mi inabilidad de bailar. Ya les contaré… espero tomar fotos también. A lo mejor me dedique a eso nada más, así me evito lo del baile.

Al principio de la semana terminé un cuento, que publicaré aquí una vez termine de editarlo y recibir más opiniones del consejo secreto (ustedes saben quién son). Algo diferente a lo que he escrito en el pasado. También comencé a escribir una novela que llevo pensando por un año. No les puedo decir de qué se trata aún, pero creo que comenzaré a publicar los capítulos en una página distinta y dedicada a eso nada más.

También fue una semana repleta de eventos literarios. El jueves fui a la presentación de «Fúgate» de Marta Aponte Alsina, el viernes a la presentación del libro de cuentos del autor dominicano José Alcántara Almánzar, «Presagios de la noche», en donde presentó un seminario corto e informal de la literatura dominicana. Súper interesante y me entusiasmó a comprar su libro. El sábado fui a la última sesión del taller de Mayra Santos y me gustó ver otra perspectiva más sobre cómo crear literatura. Me impresionó su manera de analizar los textos de sus alumnos.

Tuve dos experiencias muy buenas esta semana: en dos ocasiones diferentes me reconocieron en 1) Borders, por este blog y 2) en el taller de Mayra, por el cuento, Susana. Se siente súper cool, jeje.

Me enteré que la novela de Luis López Nieves estará a la venta el miércoles. Se llama El corazón de Voltaire y parece interesante.

Sepan que la próxima lectura de cuentos en Café Berlín será el Viernes, 16 de diciembre. Espero verlos allí y no, aún no sé qué voy a leer.